El mes de mayo es un mes artillero. La glosa del 2 de mayo, aniversarios de creación de unidades (RACTA 4, RAMIX 30......), creación del Real Colegio de Artillería, promulgación del Reglamento para la mas acertada y puntual dirección de mi artillería de 1710, etc.
Empezaremos estos aniversarios con el relato proporcionado por un testigo de excepción aquel 2 de mayo de 1808, el Teniente D. Rafael de Arango.
EL DOS DE MAYO DE 1808
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MANIFESTACIÓN DE LOS
ACONTECIMIENTOS
del Parque de Artillería de
Madrid
EN DICHO DIA.
Escrita por el Coronel de
Caballería
D. Rafael de Arango
Teniente y ayudante interino del
Real cuerpo de Artillería, y hoy se halla destinado en la Isla de Cuba su
patria. (1837)
La memorable defensa del parque
de artillería en Madrid el día 2 de mayo de 1808, la defensa. de un parque de
nombre que, solo era una casa particular, descubierta y presentada a tres
calles por donde fue vigorosamente acometida, la defensa obstinadísima que
sustentaron no más que 22 artilleros entre oficiales, sargentos, cabos y
soldados, y unos 80 paisanos contra numerosos Cuerpos de franceses aguerridos
que atacaban sucesivamente; la defensa en que después de agotados todos los
recursos del valor, no se rindieron sino a la muerte los dos hombres extraordinarios
que a buscarla allí fueron reflexivamente, para no sobrevivir al cautiverio de
su rey, esta defensa es lo principal que me propongo manifestar ahora.
Pero antes de empezar mi relación,
es oportuno decir brevemente cuáles son mis títulos para escribir sobre esto;
por qué no lo hice en otros tiempos, y qué motivos del día me han estimulado;
hasta hacerme prescindir del embarazo de haber de hablar de mí mismo.
En agosto del año anterior me
había embarcado para la Habana, mi destino, en clase de teniente del Real Cuerpo
de Artillería; me hicieron prisionero los ingleses; cangeáronme para la Coruña
en setiembre, y a principios de 1808 llegó a Madrid mi hermano mayor el Intendente
honorario de ejército don José de Arango, que obtuvo Real licencia para
llevarme a su lado y traerme al dicho mi destino y nuestra patria. Llegué a la
capital el día 1° de abril, y aunque pude como transeúnte excusarme de ser
empleado allá, no lo hice , porque ya barruntábamos la ocasión de acreditamos
los españoles; y a la primera insinuación que me hizo el comandante de
artillería don José Navarro Falcon , admití el encargo de ayudante. Estos
fueron los pasos que me condujeron al honor de haber sido testigo de uno de los
heroicos hechos de Madrid el 2 de mayo, cual fue la defensa del parque; relación
que puedo hacerla circunstanciada, porque fui el primero que entré en él, y el
último que salí; y porque no he podido olvidar mi día mas interesante; así por
la noble, la justa causa en que me empeñé, como porque en él recibí las
lecciones de DAOIZ y de VELARDE, impresas con su ejemplo en mi corazón, y
esmaltadas en mi ropa con la sangre del primero. Será imparcial también mi relación,
lo que no se dudará en vista de mi desinterés probado con mi silencio hasta
ahora; puesto que si no lo hice en tiempo, ni para dar el parte debido á mi
gefe, porque apenas pude hacer algunos apuntes en la forzosa sucesión de mis emigraciones
: (1) tampoco lo intenté después; porque temí se me atribuyera á anhelo de
ameritarme en lo que hice por deber como soldado fiel de FERNANDO VII, y por
voluntad como español; y ni siquiera cedí á las sugestiones de mi amor propio, aunque
fuera muy disculpable la ambición de ensalzarme presentándome como compañero de
aquellos varones ilustres. Y todavía continuará el sacrificio de mi interés á
mi delicadeza; pero no debo sepultar en ella el mismo noble propósito del capitán
de artillería don Ramón de Salas, autor del Memorial histórico de la artillería
española, que supongo ser el de manifestar con hechos la importancia y la
escelencia del cuerpo, y como he visto que olvidó á los oficiales que estuvimos
en el cuartel, cuando nombra á los de un cuerpo estraño, podrá decirse que si
la artillería pudo ostentar la peregrinidad de dos héroes en una acción
parcial, debe lamentarse del imperdonable olvido de otros oficiales. Además,
hay en el capítulo décimo del Memorial inexactitudes y faltas: de
circunstancias que hasta ponen trocada la primacía entre los dos campeones, lo que
prueba que el autor no tuvo datos seguros; porque el espediente oficial á que se refiere en su página 259, no se compuso
de partes oficiales que no pudo haberlos, supuesto que mis compañeros tuvieron
que escapar como yo, y sobre seguro falta mi parte que hube de dar como
ayudante. Y con estos fundamentos me ha parecido precisó detallar todo lo que
sucedió á mi vista en aquel teatro de gloria y desventura: protestando, que muy
lejos de proponerme hacer la crítica del Memorial histórico, me ceñiré á la
sencilla relación de los sucesos, sin analizar los suyos, sin cotejarlos con
los míos, y sin otra mira que la de que el autor enriquezca de verdades su
libro interesante, si acaso volviere á escribir conforme á estas palabras de su
prólogo. «Trabajando yo después del año de 1828 en corregir y mejorar lo mucho
que necesita el prontuario de artillería que publiqué aquel año con el fin de
dar una segunda edición más completa de él, se me fueron viniendo á la mano una
porción de noticias históricas, que no teniendo allí su oportuna colocación,
eran sin embargo dignas de conservarse, y esto me sugirió la idea del Memorial
histórico.» Yo me tendría por muy dichoso y útil si lograra que escitada
nuevamente la pluma de don Ramón de Salas, hermosease los hechos que voy á
referir.
Habían trascurrido muchos días
del mes de abril, en los cuales, con más o menos accidentes la lealtad española
fue como aquilatándose, y más indignándose á medida que intentaban minarla con
pérfidas maniobras los agentes de Napoleón. Así apareció el muy borrascoso día
1° de mayo, que fue el preludio del dos eterno. Al amanecer de esa víspera los
franceses habían repartido un folleto impreso en la casa misma de Murat, con el
título de Carta de un oficial retirado en
Toledo, que trataba de persuadir a los españoles, la conveniencia nacional
de cambiar la rancia dinastía de los ya gastados Borbones, por la nueva de los
Napoleones muy enérgicos. Este paso, dado para preparar la opinión del pueblo á
que recibiera con menos convulsiones la salida de las Personas Reales, fraguada
para el día siguiente, les produjo un efecto del todo contrario; pues la caída
del rayo en un almacén de pólvora, no causara inflamación más rápida que la que
encendió en los pechos españoles la sacrílega proposición del cambio de la
dinastía. No es mi designio contar las ocurrencias de aquel día, mayores ó
menores comparadas entre sí, pero todas grandes si se las viera aisladas.
Propóngome solamente dar alguna
reseña de la disposición de los ánimos; y para esto bastará añadir á lo dicho
el desafío que en la fonda de Genieys hubo de tres oficiales españoles, de los
que uno fue don Luis Daoiz, contra igual número de oficiales franceses; desafío
que no se efectuó en el acto, porque personas prudentes llamadas para padrinos,
lo aplazaron, persuadiendo á unos y otros que no debían con una riña particular
añadir leña á la hoguera que estaba ardiendo: y diríase que por esta mediación
discretísima lo que se aplazó fue la inmortalidad de DAOIZ en más legítimo, más
duradero y mas reproducido combate. Se pasó el resto de aquella tarde haciendo
nuestro deslumbrado gobierno los mayores esfuerzos, no solo por calmar la efervescencia
de la población, sino por inspirarle mayor confianza en sus huéspedes, que todavía
se daba este nombre á las vivoras que en nuestro seno pasaron toda la noche
preparando la sorpresa más infame con que empezaron ese día Dos de MAYO.
Las siete eran de la mañana
cuando mi hermano, que me trataba como á un hijo, pues yo tenía entonces veinte
años de edad, viéndome salir apresurado quiso detenerme para almorzar, y le
advertí que iba temprano á tomar la orden, porque me prometía un día terrible, según
las prevenciones que en el anterior me habían hecho les gefes. A Dios me dijo con la voz anudáda, y acuérdate
siempre de que hemos nacido españoles. Fuíme á casa del gobernador, cuya orden
general se redujo á hacer retirar las tropas á sus cuarteles, y no permitirlas juntarse
con el paisanaje. De seguida fui á ver á mi comandante, y lo encontré en la
calle ancha de San Bernardo, donde me dió escrita una órden semejante á la del
gobernador, y de palabra la de que inmediatamente me fuese al cuartel porque ya
estaban á la puerta de él muchos paisanos con la pretensión de que se les
armase; á las cuales debía ya disuadir de su arrojo por cuantos medios suaves
me dictara la prudencia, es de advertir que desde algunos días antes una
compañía del tren de artillería; de los franceses estaba allí acuartelada.
Partí con la presteza que exigían
las circunstancias; y IÏegué al Párque antes de las ocho y media: Efectivamente
hallé una pequeña reunión de paisanos, que al reconocerme oficial de artillería
me victoreaban, como para estimularme al ausilío del despechado enojo con que venían
de ver, sin haber podido estorbar la salida de S. M. la Reina de Etruria viuda,
y de S. A. el Infante don Francisco de Paula. ¡Qué denuedo el de aquellos hombres!
Mejor dicho. ¡Qué fiereza! Porque la rabia de una leona a quien arrebataron sus
cachorros, es la comparación única del furor de los madrileños, cuando sobre el
cautiverio de su FERNANDO recién aclamado, vieron comenzar en aquella salida la
infanda permuta de su dinastía. Mi posición en este punto era tanto más difícil,
cuanto que hallé á los franceses, que eran de sesenta á setenta con las armas
presentadas y preparadas, que solo esperaban la voz del oficial para
descargarlas sobre el grupo inerme de algunos sesenta paisanos (2) y con todo
eso aquellos pocos valientes enfurecidos no cesaban de repetirme víctores
alternados con insultos y amenazas á los gabachos, como los llamaban.
En tal aprieto me acerqué al que hacía
de comandante francés, le hice ver la mengua de atacar á unos miserables desarmados,
y la responsabilidad en que él se pondría con su gobierno, si no se revestía de
la discreción necesaria para calmar los ánimos, que era la instrucción que yo sabía
habérsele dado. También le supuse que la tranquilidad se había restablecido en
el centro de la población, y en tal caso no debía inquietarse por las
vociferaciones de aquellos pocos. Logré con esto inspirarle alguna confianza y
salvar por el momento aquellos preciosos españoles.
Algo sosegado yo por esta parte,
me fui á lo interior a pasar lista á mi tropa, que solo constaba de diez y seis
entre sargentos, cabos y artilleros, número que me desconsoló mucho. Les
previne la moderación que habían de guardar conforme á las instrucciones que yo
había recibido, y más conforme á nuestra debilidad.
Esto efectuado, volví hacia la
puerta principal, y la hallé cerrada por disposición del capitán francés, que
no se aquietaba con toda la superioridad en que estaba situado, y aquí fue donde
parecieron desencadenadas todas las furias, intentando romper la puerta por
afuera con piedras y palos al son de furibundos gritos de sangre y muerte.
Al mismo tiempo y como por
encanto descubrí á un alférez de navío en el patio, que no vi por donde entró.
Era un entusiasta de rancia españolería, que me saludó escitándome á que armara
al paisanaje, porque habiendo (fueron sus palabras) tocado los franceses á
degüello, era preciso decidirse á morir matando. Todavía me parece sentir las
espinas de mi corazón en este paso. Solo y aislado en aquel recinto de honor, contrastado
mi juicio con unas órdenes contrarias á mis sentimientos, observado por una
fuerza enemiga dentro de casa, oprimido por mi responsabilidad, que me la
abultaba no solo mi juventud inesperta, sino lo complicado y nuevo del lance, y
sin haber recibido más noticias que las de aquel marino tan exaltado. ¿Qué
partido había yo de tomar? No me ocurrió otro que el de meterme cautelosamente
en la sala de armas con un cabo y tres artilleros, para poner piedras á los
fusiles, ocuparme en otros preparativos, y encargar al animoso alférez de navío
que, saliendo por una puerta falsa, fuese de mi parte á decir á mi comandante,
que no vivía lejos, el estado en que nos hallábamos. El admitió la comisión
prometiéndose volver sin demora
con instrucciones favorables, con
su tema de morir matando, y así hubo de sucederle en el tránsito, pues no
volvió, y nunca pude averiguar su paradero, ni su nombre digno de lugar en la
lista de los próceres del valor y del patriotismo.
Su tardanza me causó ansiedad mayor
en el riesgo de que los franceses receláran mi clandestino manejo, sin embargo
de que yo había prevenido á los otros artilleros que estuviesen siempre á la
vista de los enemigos; y no pudiendo sujetar mas mi expectación, recomendé á mi
gente que continuase la faena, y bajé al patio sin mas fin que el de desahogar
mi inquietud creciente por más de una prolija hora, en que estuve haciendo de
cabeza, no teniéndola yo proporcionable con aquel cuerpo engrosado de las más
altas indicaciones militares y políticas, y en que siempre contando mi poca
gente pulsaba la debilidad de fuerzas para entregarme á los ímpetus nacionales
que bullían en mi pecho. No, yo no podré bosquejar siquiera el bálsamo consolador
en que se bañó mi corazón, viendo á los pocos minutos entrar un capitán de
artillería solo, pero era el gran DAOIZ, que me saludó preguntándome ¿qué
tenemos por aquí? No había yo acabado de instruirle, y nos interrumpió la
llegada sucesiva de dos capitanes VELARDE y Cónsul, y dos subtenientes Carpeña,
y otro que era de compañía fija, cuyo nombre no recuerdo, pero si tengo muy
presente que por el modo de abocarse estos
oficiales de artillería, particularmente DAOIZ y VELARDE, me pareció no haber
sido esta su primera entrevista del día. Entró también un capitán de granaderos
del estado con tres subalternos, (de lo que debido es nombrar á don Jacinto
Ruiz) y unos 40 soldados; sin que yo pueda fijarme ahora en los que llegaron
antes ó después. Baste decir que entraron sucesivamente con cortas intermisiones
por un postigo de la puerta principal, que por su mano entreabría un oficial francés
para reconocer á las personas, y volvía á cerrar con las precauciones de los
temores que se les aumentaban por momentos. Bien sabía yo que DAOIZ en aquel
acto era el gefe del puesto porque me era conocida su clase y antigüedad, pero,
aun si las ignorase, él me habría hecho sentir aquella superioridad que se
pinta en la posesión del ánimo, en el fuego de los ojos, en el tono de una voz
varonil, y en el porte de su persona, que aunque de pequeña estatura, se
paseaba allí con tal gallardía, que representaba un jígante. Acerquéme á él
para acabar de participarle todos los acaecimientos, sin responderme nada y con
semblante pensativo se dirigió á la escalera de la sala de armas. Mientras
sabíamos le noticié la operacion en que dejé al cabo y á los tres artilleros, á
lo que me respondió sonriéndose: «Ello es un contrabando, pero al fin hay eso
adelantado.» Sacó entonces de su bolsillo la misma orden escrita, que yo había
recibido de nuestro comandante, y me preguntó: ¿Qué quiere V que hagamos? Me díó
golpe esta perplejídad, á la que respondí que yo estaba a sus órdenes, pero después
que oí á VELARDE y á los otros oficiales del Cuerpo esplícarse en el mismo
incierto sentido, reflexionó que la pregunta de DAOIZ á mi había sido la
espresion de la batalla de su espíritu acosado por la gran responsabilidad que
pesaba sobre si, y como encogído por los pocos medios para empeñar una resolución
estremada, que en lucha tan desigual aventurase á un pueblo noble á sufrir las
horrorosas venganzas de un enemigo tan fuerte como implacable. No debían de ser
menos las sensatas fluctuaciones en que él mismo se embargaba: y era tanto más
admirable su reposada cordura, cuanto que el día anterior había procedido como
jóven acalorado, precípítándose á un desafío; pero en que arriesgaba su persona
sola. Así fue que no suspendió sus reflexiones la llegada de un gefe de los de
la plaza, diciéndole que el gobierno había dispuesto armar al pueblo; pues
volviéndose á nosotros nos dijo. «Este hombre es cuando menos un aturdido, bullicioso
y nada valiente, á quien no se debo creer» lo que vimos comprobado en el suceso,
porque se mantuvo siempre agazapado, y posteriormente recibimos, como notará en
su lugar, otra embajada del gobierno, que desmentía la de este gefe.
Y DAOIZ, cuya voluntad no mas era
obedecida en el parque de artillería. DAOIZ, que en aquella hora ya no rindiera
su obediencia sino á FERNANDO VII tan solo; DAOIZ, que habría sido menos grande
sino hubiera con su meditación sublimado su valor, se quedó todavía como
irresoluto, paseándose por el patio en recogimiento absorto, en que parecía
tantear los destinos de la España encerrados en el primer cañón que se
disparara contra el coloso que tenía sojuzgada toda la Europa. Entretanto los
oficiales, pendientes de sus labios, le contemplábamos y admirábamos; el pueblo
desde afuera no cesaba de repetir víctores al rey y á la artillería, pidiendo
armas con estruendo; y hé aquí, decirse puede, que se nos apareció en acción el
héroe, pues si como de aquel nubarrón de vivas desprendida una chispa eléctrica
abrasase el corazón de DAOIZ, desembainó el sable, mandó franquear la sala de
armas, y abrir la puerta del cuartel, dirigiéndose él mismo á ella, de donde jamás
se había separado la tropa francesa en la antedicha amenazante actitud. Entró
el pueblo como un turbion y sin causar ni leve daño á los franceses, porque no
se defendieron, les arrebató los sables y fusiles. Los que no alcanzaron parte
del despojo, fueron á proveerse en la sala de armas, siendo de notar que el
mayor número de ellos, no sabiendo usar las de fuego preferían las blancas, y á
falta de sables tomaban las bayonetas de los fusiles, que los arrojaban al
suelo como inútiles. En el mismo tropel en que entraron los paisanos, volvieron
á salir sin que bastaran los mayores esfuerzos y aun ruegos de VELARDE para
detenerlos, con la mira de ordenarlos y dirigirlos del mejor modo posible.
¡Perdido afan! Consiguió solamente la detención de unos ochenta más o menos, y
eso cerrando la puerta. No obstante ese cortísimo número, era de ver á VELARDE
como los organizaba y distribuía con tal actividad, que á manera de relámpago
parecía presente en todos los puntos. El destacamento francés desarmado se colocó
en un rincón del patio en que se creyó seguro, bajo la protección de la
compañía del Estado, que se mantuvo inmóvil sin disparar un tiro en todo el día,
muy á pesar de sus oficiales y soldados, pero debo decir en justicia, que si el
capitán cumplió cabalmente la órden de no unirse á los paisanos, tampoco los contrarió
de ningún modo.
Durante la entrada del paisanage,
DAOIZ me había dado la orden de colocar cuatro piezas abocadas á la puerta; y
ya listas avisaron unos paisanos que estaban en los balcones, que por la calle
de Fuencarral venia un batallón hácia el cuartel. La primera voz de DAOIZ, fue
la de guardar silencio, VELARDE acompañado de un subalterno subió á observar
los movimientos de aquella tropa, avisó que eran tan hostiles que ya sobre la
puerta se disponían los gastadores á forzarla, y DAOIZ mandó hacer fuego, que
produjo tres tiros de cañón, y algunos de fusil que desde los balcones hizo
disparar VELARDE. Ya se ve el profundo silencio trasformado en trueno
repentino, la puerta cerrada, por cuyas horadaciones les llegaba la muerte, los
balcones guarnecidos de fusiles que parecían más por una buena distribución,
todo esto causó tal sorpresa al batallón, que no fue necesario más para ponerse
en fuga desordenada...... Victoria por nosotros, gritaron los paisanos, que ya
van de huida; y DAOIZ en el momento hizo abrir la puerta y colocar á fuera un cañón,
mirando á la calle en frente a la puerta del cuartel, (3) y otros dos en
direcciones opuestas, avistado el uno á la calle de S. Bernardo y el otro á la
de Fuencarral. (4)
A poco rato se observó por la
calle de S. Bernardo que se reunían los enemigos, y se trabó la pelea como por
una hora con más o menos tesón, según que el grueso de los franceses se distraía,
queriendo hacernos diversión con varios destacamentos por las otras calles; y
por último se retiraron escarmentados. En estos tiroteos reconocimos el perdido
uso que los paisanos hacían de las bocas de fuego por no saber manejarlas, pues
entre otras cosas sucedió que un desgraciado, para dar más alcance á su pistola
hubo de cargarla, según nos dijeron, hasta la boca, la apoyó en su mejilla
derecha para hacer mejor puntería, y en su retroceso la misma pistola disparada
le voló la tapa de los sesos. En esta ocasión fue también que el muy valeroso
Ruiz, teniente de granaderos del Estado, se separó de su tropa inmóbil, se
presentó gallardamente fuera de la puerta; y allí, después de haber dado
muestras de un oficial hazañoso, resultó herido en el brazo izquierdo de una bala
de fusil; cuyo fatal accidente hizo resplandecer su bizarría, porque no cesó de
dar las voces de fuego artilleros, hasta que ya desmayado, porque el propio
encendimiento de su sangre hacía mas copioso el derrame, lo cargaron unos
paisanos y lo llevaron á dentro. Igualmente quedaron fuera de combate un cabo y
cinco artilleros, todos heridos de bala de fusil ó de metralla, de cuya munición
carecíamos enteramente, porque no estaba allí el guarda-almacén. Tal fué la
pérdida que tuvimos en esta refriega, la primera en que resistimos á pecho descubierto.
Los paisanos no tuvieron ni un herido, porque no tenían necesidad de esponerse,
pudiendo disparar sus tiros perfectamente cubiertos de los del enemigo. Pero
notamos alguna baja de ellos; y quiero atribuirla á la novelería con que fuesen
por las calles á pregonar proezas, porque ninguno había dado ni leve señal de
miedo.
No duró mucho la suspensión de
hostilidades, porque á los pocos minutos marchaban ya los enemigos hácia
nosotros; (5) y DAOIZ mandó romper el fuego contra un batallón, que con su comandante
á la cabeza avanzaba á paso redoblado, y aunque los estragos que le causaba
nuestra artillería eran proporcionados al órden de columna cerrada en que
atacaba, seguía en su impetuosa marcha, sin hacer caso de sus pérdidas: abríansele
boquerones en aquella masa compacta, y como por aluvión se rellenaba y
consolidaba. Sin oírseles otra palabra, que su pertinaz en avant, ya el
intrépido comandante alargaba, por decirlo así, la mano para cojer el fruto de
su valentía, y se le escondió, convirtiéndosele en ruina, por una ocurrencia
que pareciera dispuesta en su favor. ¡Prodigiosos suelen ser los resultados de
la audácia y de la temeridad! Así voy á presentar el cuadro de unos setenta defensores
que éramos entre militares y paisanos, en la calle, á pie firme, sin parapeto,
sin foso, y atacados por un batallón tan osado como aguerrido; que llega, como
era forzoso, casi á apoderarse de nuestro puesto, y que de repente se le cambia
el triunfo en una total derrota, en que sufrió pérdidas increíbles de muertos,
heridos y prisioneros.
Fue el caso que en aquellos
críticos momentos se divisó por la calle del frente de la puerta, (6) un capitán
de granaderos del Estado, que á toda carrera venia flameando un pañuelo blanco.
Suspendiáse el fuego á la voz de DAOIZ, y corrió VELARDE á la calle del ataque,
para proponer al comandante francés que se detuviera, y sino volvería á romper
el fuego. Este mandó hacer alto á su batallón, y para dar una señal de seguridad
y confianza mandó poner los fusiles culatas arriba; y él con tres o cuatro
oficiales se adelantaron como para entrar en esplicaciones. Jadeando y casi sin
poder hablar, llegó por fin el capitán y dijo á DAOIZ: que era enviado por nuestro
gobierno para hacerle sentir la indignación con que habían sabido la locura con
que estaba precipitando al pueblo, y esponíéndolo á las consecuencias más
desastrosas.....i No sé si tendría más que decir el plenipotenciario, de un
gobierno cautivado, ni cuál hubiera sido la respuesta de DAOIZ; porque nadie
pudo hablar más, interrumpiendo y pasmando á todos uno de los valentísimos que
nos acompañaban en trage de chispero, que dió tal empellon á uno de los
oficiales franceses que se adelantaron mas para oír la embajada, que lo derribó
de espaldas, y gritó al mismo tiempo, viva Fernando VII, añadiendo por
interjeccion cierta palabra condenada á no ser escrita. Estaba en aquel
instante mismo con la mecha en la mano un artillero, y sin que nadie se lo
mandase, y quizá sin saber él mismo lo que hacía en el arrobamiento en que hubo
de ponerle aquella invocación, dió fuego á la pieza, que aunque cargada con
bala rasa tuvo donde cebarse en aquel enjambre de franceses tan á quema ropa,
que sobrecogidos se abandonaron al espanto de tal estrago, de modo que los de
retaguardia se dispersaron y huyeron precipitadamente, y los de la cabeza que
no cayeron imploraron clemencia, rindiendo ó arrojando las armas. Estos, que
fueron muchos, quedaron como prisioneros que se juntaron con los otros. También
retuvimos en nuestro poder al comandante y algunos oficiales, á quienes por disposición
de Daoiz, que estaba en todo, se trató con el posible decoro. Entre nosotros
hubo algunos heridos.
Esta inesperada victoria, que
pareciera arrebatada por la virtud sola del nombre de FERNANDO VII, bien
pudiera persuadirnos que habíamos no solamente llegado á la cima de la gloria,
sino que en ella descansáramos ya de nuestras fatigas incesantes. Y no fuera
descabellada esta esperanza que se fundára en el destacamento desarmado, en los
dos batallones derrotados, y en los franceses dispersos que ya se presentaban á
tomar nuestro partido, entre los cuales un sargento de artillería que se
entendió conmigo. Pero estas mismas prodigiosas circunstancias que se habían
acumulado sobre aquella casa indefensible, que repito, no era tal parque, y los
nombres de DAOIZ y de VELARDE, que ya hermanados como por presagio de su
próximo vuelo á la inmortalidad, resonaban por todas partes, fueron la causa de
que Murat mirase aquel punto como el de más entidad de la villa heróicamente
levantada, .y dispuso atacarlo con una, columna de unos dos mil hombres á los
órdenes de un general.
Los paisanos, que á todo riesgo
correteaban para llevarnos noticias, anticiparon las de tan escesivo apresto: y
en esta, coyuntura se deseaba saber, ¿cuántos y cuáles eran ya los sitiados?
¿Qué pensaban? ¿Qué se prometían? Eran DAOIZ y VELARDE, que entonces se dijeron
algunas palabras de las cuales no percibí mas que a los ademanes del
ardimiento, con que después no parecieron graduados más que de bravos
Combatientes; que por lo mismo que palpaban la insuficiencia de sus recursos,
se mostraban más poseídos del heroísmo con que se precipitaban, ya fuese para recabar
de la fortuna los portentos con que ha solido coronar á la audacia; ya fuese
para no ser testigos de la dependencia de su nación. Eran mis otros tres
compañeros, que estaban en la espedicion del nuevo tremendo ataque, los mismos
que estuvieron siempre firmes y elevados á la altura, no fácil de cumplidos
subalternos de aquellos capitanes, era yo haciendo mi papel de ayudante. Eran
diez entre sargentos, cabos y soldados de artillería que se portaban como por
honor y patriotismo. Eran los poquísimos paisanos restantes harto acreditados
de buenos españoles. Tales eran los elementos de que se componían unos cincuenta
o sesenta pechos descubiertos y fatigados, que esperábamos el asalto de mil y
quinientos veteranos, frescos y provistos de todas armas y municiones. Preciso
es ser españoles para ser tan tenaces en no torcerse cuando marchan á la gloria.
Entraba ya la columna por la
calle ancha de S. Bernardo, y tan luego como la avistó DAOIZ mandó romper el
fuego, que se repitió con toda la actividad del coraje que se renueva en el
mayor peligro. El enemigo sin disparar un tiro, marchaba con celeridad tan
sostenida que no daba muestras de sentir el encuentro de nuestras balas; bien
que graneadas escasamente por disminución de nuestros tiradores. Reproduciase así
el ardor y el tesón de una y otra parte, y así la columna se lanzó hasta diez ó
doce pasos de nosotros, sin dejarnos mas resuello que para pocas descargas, de
las cuales la última destrozó el caballo del general. No habíamos quedado
ilesos al pie de los cañones más que unos treinta entre oficiales, sargentos,
cabos, y soldados de artillería y paisanos no podíamos hacer ya nada y nos
arrollaron hácia dentro los enemigos, tan encima de nosotros que no bien
estábamos en la puerta, vimos que la primera subdivísíon de la columna se había
echado los fusiles á la cara. Tal vez nos hubieran barrido á todos, hasta á los
prisioneros franceses, si no se hubiera aparecido el marqués de San Simón, que
revestido de todas sus insignias militares, se metió por debajo de los fusiles
y los hizo levantar con su voz y su bastón. Más no pudo evitar que saliesen
algunos tiros, de los que uno hirió... ¡á VELARDE!...en el centro de su gran corazón...
Cayó súbitamente; pero fue aún más súbita la feróz rapiña de la soldadesca
triunfante, pues por pronto que acudimos, ¡ oh dolor! hallamos despojado y
desnudo aquel cuerpo que había sido feliz y precioso depósito de valor heróico
y de mucho saber, y que vino á parar...¡ en ser envuelto en el lienzo de una
tienda de campaña para llevarlo á su casa.
Al mismo tiempo de este
lamentable suceso, porque todo pasaba con la rápida, la instantánea movilidad
del encarnizamiento el general francés reconvino ásperamente á DAOIZ, que fue
lo mismo que escítar y provocar la cólera del León. Tal pareció el ceñudo
español, que aun tenia empuñado su sable, sin duda con el propósito de que
victorioso ó muerto no mas volviese á la vaina y respondió acometíendo al
general, que nada caballero y magnánímo no se contentó con parar el golpe y
permitió que cinco ó seis de sus oficiales y soldados acribillaran á estocadas
y bayonetazos á su novilísimo adversario. De este modo villano fue que lograron
los franceses teñir sus aceros con la- sangre del más valiente de los valientes
que pelearon en aquel día por la más justa de las causas. Por fortuna su cuerpo
no fue profanado; todavía respiraba cuando llegamos á socorrerle; lo cargamos y
condugimos á un cuarto inmediato á la puerta, y teniéndole yo recostado sobre
mi pecho corrió su sangre espirituosa por mi vestido. Su aspecto allí era el de
un héroe moribundo, á quien no solamente rodeaban nuestros suspiros, nuestra
admiración, nuestro respeto, sino que algunos de los franceses con recogimiento
sentimental se acercaron á contemplarle y á ofrecer sus servicios; con tal
solicitud que uno de los cirujanos, posponiendo sus propios heridos se ocupó en
curar á DAOIZ y hasta mandó á la botica por una bebida que le hice tomar á cucharadas.
Todo fué infructuoso. El alma del hombre del DOS DE MAYO se desenredaba ya de
su envoltura terrenal, la amarillez sombría de la efusión de sangre había
reemplazado al color de su brio, nunca amortigüado en los peligros, movía
poquísimo y sin muestra de congoja aquellos miembros muy ájiles en el combate:
de cuando en cuando abria enteros los ojos... ¡únicos enjutos en aquella luctuosa
escena!... En tal estremidad lo llevaron á su casa, donde exhaló el último
aliento de su perseverancia en la lealtad española.
No con todo esto cesaron nuestros
sufrimientos, porque en el punto mismo de hallamos los oficiales de artillería
con los pechos llagados de las heridas de nuestro inimitable caudillo,
comenzaron los franceses á insultarnos con amenazas, á las que el capitán
Cónsul, como el más caracterizado, les respondió señalándoles en el suelo la
sangre de DAOIZ. «Esa era del gefe que nos ha guiado.» Esta salida que debiera desarmar
á todo hombre de razón, no pareció producir buen efecto con unos vencedóres que
enconados por los sacrificios inmensos que les había costado la victoria,
habían principiado el más ruin abuso que se hace de ella, el de acibarar más la
suerte de los vencidos. Pero tuvimos la fortuna que aquel gefe de batallón
quedó en nuestro poder, aquel francés singular, tan generoso como valiente, no
solo calmó la ira de sus compañeros sino que nos consoló diciéndoles que él
había sentido la desgracia de Daoiz como la de un hermano, porque en cuantas
acciones se había hallado no vio mayor denuedo.
En esta sazón los lamentos de los
artilleros heridos me llamaban. Fui á socorrerlos, y un cabo fué el primero que
ví. Hallábase tendido en el suelo en medio de un lodoso reguero de su sangre,
que aun manaba de la herida cruel que le atravesó una ingle y cubierto de la
palidez precursora de su muerte muy cercana y con voz entera me dijo «acuda vd.
mi teniente á quien pueda téner remedio; pues no soy el que me he quejado ni
llamado yo no llamo más que á la muerte que espero confirme porque muero por mi
rey y porque muero en mi oficio» Muy poco sobrevivió á estas palabras, que oyó
mi corazón en una de aquellas conmociones que se reproducen con todo efecto
cada vez que se hace memoria de ellas como ahora me sucede estar oyendo á ese
impertérrito cabo de artillería, doliéndome de no poder consagrar su nombre, no
menos interesante que el de cualquiera de los trescientos espartanos; pues no
es dudable que si la puerta de aquella casa la defendieran trescientos españoles
como este cabo, los franceses no hubieran pasado en el día, aquellas termópilas
que les representó la constancia de los españoles.
Varios generales, el comandante
de artillería, y algunos gefes y oficiales de la plaza llegaron al cuartel; y
sucesivamente fueron desapareciendo. La compañía de granaderos del Estado se
retiró lisa y llanamente. Mi comandante se fué también con todos sus oficiales,
sin dar otra disposición sino la de que me quedara allí para la conducción de
heridos y cuanto más pudiera ofrecerse. No me quejaré de la imprevisión de mi
comandante en dejarme entregado á la muy encendida venganza de unos enemigos
que me habían visto con mi espada desnuda contra ellos; porque tal vez se propondría
hacerme honor con esta comisión; ó en el estupor que hubo de causarle la
catástrofe que vió consumada sin pasar por las graduaciones que nos familiarizan
con los desastres, no previó cuanto más prudente hubiera sido comisionar á uno
delos oficiales que le acompañaban, sin haberse hallado en la acción. Y nada,
empero, representé; porque permítaseme el desahogo, yo no era capaz, ni de
eludir la subordinación militar más arriesgada, sino cuando me llamara la voz más
exigente de ciega obediencia, la imperiosa voz de la independencia y del honor,
harto comprometidos en el cautiverio del rey, en la salida de las personas
reales, y en la traidora ocupación de nuestras plazas fronterizas y de nuestra
capital.
Últimamente se retiró el grueso
de la tropa francesa, dejando allí unos quinientos hombres. Y volví á quedar
solo como al principio, con la grave diferencia de que este segundo aislamiento
en día tan desproporcionado á mis alcances juveniles, fue un verdadero
desamparo sobre un terreno ya cubierto de destrozos y de sangre, sin oír las
vivificantes voces de DAOIZ y de VELARDE, y sin más libertad que la de un
vencido. Un accidente solo hubo para no colmar mi desventura, y fue que encargaron
el mando de los quinientos hombres, á_aquel mismo noble comandante de batallón
que hicimos prisionero, quien no obstante su descalabro, conservó tal reputación,
que el general le confió aquel puesto de tanta mayor entidad, cuanto que en él estaba
el depósito de armas y todos nuestros pertrechos. Su primera disposición fue la
de requerir á un corto número de paisanos que se habían refugiado en una de las
habitaciones interiores, para que entregaran los cuchillos ú otras armas que
tuvieran ocultas; pero ya aquellos desdichados se habían desprendido hasta de
la esperanza de conservar una vida de mucho precio, como escapada entre los
peligros á que se arrojaron por su rey. Después me pidió municiones para dos piezas,
de las que sirvieron en su daño, y le respondí que yo no tenía conocimiento de
los repuestos, ni de cosa alguna que no estuviesen á la vista, porque eran muy
pocos los días que había residido en Madrid con licencia. Por fin pude mandar
los heridos al hospital, y volvieron los conductores dándome la triste noticia
de que en el tránsito había espirado un artillero, y los otros, que eran seis,
quedaban desmayados, los mas de ellos sin esperanzas de vida.
A todas estas, eran ya pasadas
las seis de la tarde; y faltándome el alimento de la acción, pude sentir que
estaba en ayunas después de lucha física y moral de más de nueve horas y como
la órden de mi comandante estaba cumplida en lo esencial, y no era de
permanencia, hube ya de pensar en mi para salir de un sitio, que se me había
hecho muy ominoso de un sacrificio estéril en el patíbulo. Dirigíme entonces al
comandante francés, que me trataba como subordinado suyo, y le dije que me
permitiera dar una vuelta á mi casa, á lo que me contestó con absoluta
negativa; pero tuve la felicidad de no alterarme; y le repliqué dulcemente, representando
á su sensibilidad la cruel incertidumbre en que estaría mi hermano mayor, que
era el sustituto de nuestro padre ausente; y accedió pero con la condición, de
que volviera á su lado sin demora. Así lo prometí de palabra, que en mi intención
estaba resuelto á no cumplirla; aunque asomaba á mi corazón cierto escrúpulo, aun
de la necesidad de engañar á un hombre, que por ser enemigo, no era menos
apreciable por sus escelentes cualidades, y muy digno de mi reconocimiento por
el candor con que me abrió la puerta de la salvación.
Así acabó en el parque el día de
revista doctrinal para toda la Europa, que según predijo un habanero (7), en
aquellos momentos debía estimular el instinto del honor de las potencias
amortiguadas por el terror pánico, ó por la admiración estúpida que Bonaparte les
inspirara: así acabo el día en que la historia justiciera descubrirá el primer eslabón
de la cadena que remachó en una roca el genio de las batallas, así acabó el día
en que las naciones penetradas de asombro, del asombro, pasando á los aplausos,
de los aplausos á la envidia y de la envidia á la imitación, tomaron por modelo
el porfiadísimo combate que un puñado de artilleros y paisanos , sin municiones
competentes, sin foso, y sin estar cubiertos, ni con frágiles bardas, sostuvo á
pie firme y pecho descubierto, arrostrándose con todo un formidable ejército,
que destacaba y congrosaba columnas de refresco, á medida que eran derrotadas
las antecesoras con asombrosas pérdidas en muertos, heridos, prisioneros y
estraviados. Maravilla que no se podrá militarmente esplicar, ni de otra manera
concebir, sino por la mágica influencia de dos capitanes de artillería
encumbrados á toda la elevación de españoles indomables, y que además tuvieron la
virtud, no solo de hacer su energía defensiva á los que estuvieron á sus
órdenes sino la de infundir tal pavor á los franceses, que los prisioneros
siendo tres veces más que sus vencedores, ni pensaron fugarse, porque estaban más
atónitos que vencidos.
Acabó así el día DOS DE MAYO, lo
repito, no hubo capitulación, no hubo formas de rendición, no hubo más que
haber caído una masa enormísima de asaltantes sobre los poquísimos que no
fuimos inutilizados en las varias contiendas. En suma, fue á la postre una
deshechura nuestra, como se deshace y demorona el muro, que después de haber represado
muchas avenidas, ni pudo contener un diluvio; pero cuyos escombros
desparramados por la península, sirvieron de advertencia, y de materia para
matizar los malecones con que en Bailen, Menjibar, Gerona, Zaragoza y en todo
el ámbito de la España refrenaron la irrupción de las huestes acostumbradas á
triunfar de los imperios más poderosos y de las más indomitas naciones.
Estos han sido los hechos que
presencíé, cuya relación he concluido, sin que mi conciencia pueda inquietarse
por leve alteración de la verdad, ni que se me tache de proligidad que debe ser
muy grata al interés nacional. Solo tengo la pena de conocer la insuficiencia
de mi pluma, porque no puede convertir la escasa animación marcial de que fue
susceptible á las inspiraciones de DAOIZ y de VELARDE, en la animación
oratoria, que me hiciera capaz de presentar tan grandes como fueron esos dos
capitanes de la artillería española. Pero me consuelo observando ahora, que su
elogio está ya cifrado en sus nombres; nombres, que tan acendrados como si
hubieran corrido una larga posteridad, basta pronunciarlos, para que en ellos
parezcan producidas con bella simonía todas las palabras que espresen, y las
ideas, y las acciones y los efectos del heroísmo.
NOTAS
(1) Por
la narración hasta mi salida del cuartel, queda probado, que el día dos no pude
escribir el parte á mi gefe. Y tampoco fue posible el día tres; porque serían
las ocho de la mañana cuando llegó á mi casa un amigo mío, con la horrible noticia
de que en casi toda aquella pavorosa noche, habían los franceses fusilado en el
Prado á todos los españoles cogidos con armas o sin ellas durante la acción y después
que cesó añadiendo, que los oficiales de artillería del parque, debían ser
juzgados, esto es fusilados, por una comisión militar francesa; lo que no
dudaba él, porque en su travesía encontró una partida de dragones franceses,
que llevaba atados, tres soldados artilleros. Mi hermano absorto con la idea de
que si yo no hubiera salido del cuartel, habría sido víctima en el Prado,
resolvió sin demora, que saliésemos disfrazados de paisanos á cerciorarnos del
hecho. Fuimos á preguntarle al ministro de la guerra D. Gonzalo O-Farrill
nuestro paisano, cuya respuesta fue decirnos con profunda tristeza «Esos hombres
son capaces de todo.» Seguimos á la casa de mi comandante, para darle noticia
de los tres artilleros, y profundizar mas mi negocio y con aquella su honradez
característica me dijo que lo ignoraba todo; pero que si él hubiera sido ayer
el ayudante del parque, ya estaria fuera de Madrid. Con estos datos, mi hermano
me dejó depositado en una casa de su confianza. A las tres horas volvió,
Ilevándome para disfraz el completo uniforme de alférez de guardias españolas;
y así vestido yo, fuimos á su cuartel, donde estaban reunidos muchos oficiales,
entre quienes se hallaba de prevención el actual Brigadier D. Gonzalo de
Arostegui, que fue el trazador del plan de mi escapada. Salí á pie con un
verdadero primer teniente, que lo era de un batallón acantonado en Vicálbaro. ¡Cuántas
circunstancias interesantísimas voy omitiendo para ceñirme al objeto de esta
nota! Pero me es imposible no pregonar, que el batallón pasó la noche como
sobre la brecha, con la resolución de morir todos en ella, si me persiguiesen
los franceses. Yo sería el más insensible de los hombres, si ahora y en todos
los días de mi vida no recordára con reconocimiento afectuoso la protección que
debí al cuerpo, que siempre bizarro ¡sustentado! del distintivo de Guardias Españolas,
ha dado tantas glorias á la nación. Al siguiente día, mi hermano temeroso de
los pasos resvaladizos de mi inesperiencía, llegó temprano á Vicálbaro, y despues
de pasar el mal trago de ser tratado, aunque momentáneamente, como espía,
porque preguntó por D. Rafael de Arango; me llevó á Guadalajara, desde donde
habílitándome competentemente, me despachó á efectuar el concierto de nuestra patriótica
venganza, que era buscar por la línea más corta, algún puesto bloqueado por los
ingleses, á quienes contáse mi historia, y ofreciese mi espada contra el ya
declarado común enemigo. Pero en mi primera jornada, me alcanzó aquel mismo
Arostegui, que iba en posta á Aragón, y de acuerdo con mi hermano me hizo
retroceder á Guadalajara, con la seguridad de que por intercesión de O-Farrill,
se había suspendido el decreto contra los cuatro oficiales de artillería. Mi
hermano escribió á este ministro de la Guerra, que tuvo la animosa generosidad
de mandar un pasaporte, para que por Cádiz viniese á la Habana mi destino, como
dije en la introducción de este papel. Partí por fin y después de mil trabajos
y rodeos para evitar el ejército de Dupont, que marchaba para Andalucía, Ilegué
donde me recibió el frenesí de muchos sevillanos, que sospechaban traidores á
cuantos no habían recibido el bautismo político de manos del padre Gil; y me
hallé tan mal parado con una columna de matones, que me llevaban y traían al retortero,
que hube de consolarme cuando me encerraron en una prisión. Omito mis riesgos y
aflicciones posteriores, para decir, cortando ya esta larga nota, que pasados
algunos días me pusieron en libertad, y el primer uso que hice de ella, fue sin
pensar en la Habana, presentarme al Excmo. Sr. D. Francisco Javier Castaños,
que me admitió en su ejército de Utrera, donde trazaba la victoria de Bailen, y
desde entonces seguí continuamente en campaña como oficial de artillería hasta
la terminación de la guerra.
(2) Nótese
que siempre es á ojo más ó menos exacto el número que daré de hombres, pues no
eran de contarse en aquellos apuros, y lo mísmo será de las horas.
(3) De
San Pedro, hoy del Dos de mayo.
(4) En
la calle entonces de San José hoy de Daoiz y Velarde.
(5) Por
la calle de Daoiz y Velarde.
(6) Del
Dos de mayo.
(7) Manifiesto
imparcial de los acontecimientos del DOS DE MAYO, escrito por D. José de
Arango.
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