Artilleros, Artilleros, marchemos siempre unidos siempre unidos de la Patria, de la Patria, de la Patria su nombre engrandecer, engrandecer. Y al oír, y al oír, y al oír del cañón el estampido, el estampido nos haga su sonido enardecer. España que nos mira siempre amante recuerda nuestra Historia Militar, Militar, que su nombre siempre suena más radiante a quien supo ponerla en un altar. Su recuerdo que conmueve con terneza, dice Patria, dice Gloria, dice Amor, y evocando su mágica grandeza, morir sabremos, por salvar su honor. Tremolemos muy alto el Estandarte, sus colores en la cumbre brillarán, y al pensar que con él está la muerte, nuestras almas con más ansia latirán. Como la madre que al niño le canta la canción de cuna que le dormirá, al arrullo de una oración santa en la tumba nuestra, flores crecerán. Marcharemos unidos, marcharemos dichosos seguros, contentos de nuestro valor, y cuando luchando a morir lleguemos, antes que rendidos, muertos con honor. Y alegres cantando el Himno glorioso de aquellos que ostentan noble cicatriz, terminemos siempre nuestro canto honroso con un viva Velarde y un viva Daoiz. Artilleros, Artilleros, marchemos siempre unidos siempre unidos de la Patria, de la Patria, de la Patria su nombre engrandecer, engrandecer. Y al oír, y al oír, y al oír del cañón el estampido, el estampido nos haga su sonido enardecer. Orgullosos al pensar en las hazañas realizadas con honor por nuestra grey, gritemos con el alma un viva España y sienta el corazón un ¡viva el Rey!

domingo, 26 de abril de 2020

Manifestación de los acontecimientos del Parque de Artillería de Madrid por D. Rafael de Arango

El mes de mayo es un mes artillero. La glosa del 2 de mayo, aniversarios de creación de unidades (RACTA 4, RAMIX 30......), creación del Real Colegio de Artillería, promulgación del Reglamento para la mas acertada y puntual dirección de mi artillería de 1710, etc.

Empezaremos estos aniversarios con el relato proporcionado por un testigo de excepción aquel 2 de mayo de 1808, el Teniente D. Rafael de Arango.



EL DOS DE MAYO DE 1808
-—..—
MANIFESTACIÓN DE LOS ACONTECIMIENTOS
del Parque de Artillería de Madrid
EN DICHO DIA.

Escrita por el Coronel de Caballería
D. Rafael de Arango

Teniente y ayudante interino del Real cuerpo de Artillería, y hoy se halla destinado en la Isla de Cuba su patria. (1837)


La memorable defensa del parque de artillería en Madrid el día 2 de mayo de 1808, la defensa. de un parque de nombre que, solo era una casa particular, descubierta y presentada a tres calles por donde fue vigorosamente acometida, la defensa obstinadísima que sustentaron no más que 22 artilleros entre oficiales, sargentos, cabos y soldados, y unos 80 paisanos contra numerosos Cuerpos de franceses aguerridos que atacaban sucesivamente; la defensa en que después de agotados todos los recursos del valor, no se rindieron sino a la muerte los dos hombres extraordinarios que a buscarla allí fueron reflexivamente, para no sobrevivir al cautiverio de su rey, esta defensa es lo principal que me propongo manifestar ahora.

Pero antes de empezar mi relación, es oportuno decir brevemente cuáles son mis títulos para escribir sobre esto; por qué no lo hice en otros tiempos, y qué motivos del día me han estimulado; hasta hacerme prescindir del embarazo de haber de hablar de mí mismo.

En agosto del año anterior me había embarcado para la Habana, mi destino, en clase de teniente del Real Cuerpo de Artillería; me hicieron prisionero los ingleses; cangeáronme para la Coruña en setiembre, y a principios de 1808 llegó a Madrid mi hermano mayor el Intendente honorario de ejército don José de Arango, que obtuvo Real licencia para llevarme a su lado y traerme al dicho mi destino y nuestra patria. Llegué a la capital el día 1° de abril, y aunque pude como transeúnte excusarme de ser empleado allá, no lo hice , porque ya barruntábamos la ocasión de acreditamos los españoles; y a la primera insinuación que me hizo el comandante de artillería don José Navarro Falcon , admití el encargo de ayudante. Estos fueron los pasos que me condujeron al honor de haber sido testigo de uno de los heroicos hechos de Madrid el 2 de mayo, cual fue la defensa del parque; relación que puedo hacerla circunstanciada, porque fui el primero que entré en él, y el último que salí; y porque no he podido olvidar mi día mas interesante; así por la noble, la justa causa en que me empeñé, como porque en él recibí las lecciones de DAOIZ y de VELARDE, impresas con su ejemplo en mi corazón, y esmaltadas en mi ropa con la sangre del primero. Será imparcial también mi relación, lo que no se dudará en vista de mi desinterés probado con mi silencio hasta ahora; puesto que si no lo hice en tiempo, ni para dar el parte debido á mi gefe, porque apenas pude hacer algunos apuntes en la forzosa sucesión de mis emigraciones : (1) tampoco lo intenté después; porque temí se me atribuyera á anhelo de ameritarme en lo que hice por deber como soldado fiel de FERNANDO VII, y por voluntad como español; y ni siquiera cedí á las sugestiones de mi amor propio, aunque fuera muy disculpable la ambición de ensalzarme presentándome como compañero de aquellos varones ilustres. Y todavía continuará el sacrificio de mi interés á mi delicadeza; pero no debo sepultar en ella el mismo noble propósito del capitán de artillería don Ramón de Salas, autor del Memorial histórico de la artillería española, que supongo ser el de manifestar con hechos la importancia y la escelencia del cuerpo, y como he visto que olvidó á los oficiales que estuvimos en el cuartel, cuando nombra á los de un cuerpo estraño, podrá decirse que si la artillería pudo ostentar la peregrinidad de dos héroes en una acción parcial, debe lamentarse del imperdonable olvido de otros oficiales. Además, hay en el capítulo décimo del Memorial inexactitudes y faltas: de circunstancias que hasta ponen trocada la primacía entre los dos campeones, lo que prueba que el autor no tuvo datos seguros; porque el espediente oficial á que se refiere en su página 259, no se compuso de partes oficiales que no pudo haberlos, supuesto que mis compañeros tuvieron que escapar como yo, y sobre seguro falta mi parte que hube de dar como ayudante. Y con estos fundamentos me ha parecido precisó detallar todo lo que sucedió á mi vista en aquel teatro de gloria y desventura: protestando, que muy lejos de proponerme hacer la crítica del Memorial histórico, me ceñiré á la sencilla relación de los sucesos, sin analizar los suyos, sin cotejarlos con los míos, y sin otra mira que la de que el autor enriquezca de verdades su libro interesante, si acaso volviere á escribir conforme á estas palabras de su prólogo. «Trabajando yo después del año de 1828 en corregir y mejorar lo mucho que necesita el prontuario de artillería que publiqué aquel año con el fin de dar una segunda edición más completa de él, se me fueron viniendo á la mano una porción de noticias históricas, que no teniendo allí su oportuna colocación, eran sin embargo dignas de conservarse, y esto me sugirió la idea del Memorial histórico.» Yo me tendría por muy dichoso y útil si lograra que escitada nuevamente la pluma de don Ramón de Salas, hermosease los hechos que voy á referir.

Habían trascurrido muchos días del mes de abril, en los cuales, con más o menos accidentes la lealtad española fue como aquilatándose, y más indignándose á medida que intentaban minarla con pérfidas maniobras los agentes de Napoleón. Así apareció el muy borrascoso día 1° de mayo, que fue el preludio del dos eterno. Al amanecer de esa víspera los franceses habían repartido un folleto impreso en la casa misma de Murat, con el título de Carta de un oficial retirado en Toledo, que trataba de persuadir a los españoles, la conveniencia nacional de cambiar la rancia dinastía de los ya gastados Borbones, por la nueva de los Napoleones muy enérgicos. Este paso, dado para preparar la opinión del pueblo á que recibiera con menos convulsiones la salida de las Personas Reales, fraguada para el día siguiente, les produjo un efecto del todo contrario; pues la caída del rayo en un almacén de pólvora, no causara inflamación más rápida que la que encendió en los pechos españoles la sacrílega proposición del cambio de la dinastía. No es mi designio contar las ocurrencias de aquel día, mayores ó menores comparadas entre sí, pero todas grandes si se las viera aisladas.

Propóngome solamente dar alguna reseña de la disposición de los ánimos; y para esto bastará añadir á lo dicho el desafío que en la fonda de Genieys hubo de tres oficiales españoles, de los que uno fue don Luis Daoiz, contra igual número de oficiales franceses; desafío que no se efectuó en el acto, porque personas prudentes llamadas para padrinos, lo aplazaron, persuadiendo á unos y otros que no debían con una riña particular añadir leña á la hoguera que estaba ardiendo: y diríase que por esta mediación discretísima lo que se aplazó fue la inmortalidad de DAOIZ en más legítimo, más duradero y mas reproducido combate. Se pasó el resto de aquella tarde haciendo nuestro deslumbrado gobierno los mayores esfuerzos, no solo por calmar la efervescencia de la población, sino por inspirarle mayor confianza en sus huéspedes, que todavía se daba este nombre á las vivoras que en nuestro seno pasaron toda la noche preparando la sorpresa más infame con que empezaron ese día Dos de MAYO.

Las siete eran de la mañana cuando mi hermano, que me trataba como á un hijo, pues yo tenía entonces veinte años de edad, viéndome salir apresurado quiso detenerme para almorzar, y le advertí que iba temprano á tomar la orden, porque me prometía un día terrible, según las prevenciones que en el anterior me habían hecho les gefes.  A Dios me dijo con la voz anudáda, y acuérdate siempre de que hemos nacido españoles. Fuíme á casa del gobernador, cuya orden general se redujo á hacer retirar las tropas á sus cuarteles, y no permitirlas juntarse con el paisanaje. De seguida fui á ver á mi comandante, y lo encontré en la calle ancha de San Bernardo, donde me dió escrita una órden semejante á la del gobernador, y de palabra la de que inmediatamente me fuese al cuartel porque ya estaban á la puerta de él muchos paisanos con la pretensión de que se les armase; á las cuales debía ya disuadir de su arrojo por cuantos medios suaves me dictara la prudencia, es de advertir que desde algunos días antes una compañía del tren de artillería; de los franceses estaba allí acuartelada.

Partí con la presteza que exigían las circunstancias; y IÏegué al Párque antes de las ocho y media: Efectivamente hallé una pequeña reunión de paisanos, que al reconocerme oficial de artillería me victoreaban, como para estimularme al ausilío del despechado enojo con que venían de ver, sin haber podido estorbar la salida de S. M. la Reina de Etruria viuda, y de S. A. el Infante don Francisco de Paula. ¡Qué denuedo el de aquellos hombres! Mejor dicho. ¡Qué fiereza! Porque la rabia de una leona a quien arrebataron sus cachorros, es la comparación única del furor de los madrileños, cuando sobre el cautiverio de su FERNANDO recién aclamado, vieron comenzar en aquella salida la infanda permuta de su dinastía. Mi posición en este punto era tanto más difícil, cuanto que hallé á los franceses, que eran de sesenta á setenta con las armas presentadas y preparadas, que solo esperaban la voz del oficial para descargarlas sobre el grupo inerme de algunos sesenta paisanos (2) y con todo eso aquellos pocos valientes enfurecidos no cesaban de repetirme víctores alternados con insultos y amenazas á los gabachos, como los llamaban.

En tal aprieto me acerqué al que hacía de comandante francés, le hice ver la mengua de atacar á unos miserables desarmados, y la responsabilidad en que él se pondría con su gobierno, si no se revestía de la discreción necesaria para calmar los ánimos, que era la instrucción que yo sabía habérsele dado. También le supuse que la tranquilidad se había restablecido en el centro de la población, y en tal caso no debía inquietarse por las vociferaciones de aquellos pocos. Logré con esto inspirarle alguna confianza y salvar por el momento aquellos preciosos españoles.

Algo sosegado yo por esta parte, me fui á lo interior a pasar lista á mi tropa, que solo constaba de diez y seis entre sargentos, cabos y artilleros, número que me desconsoló mucho. Les previne la moderación que habían de guardar conforme á las instrucciones que yo había recibido, y más conforme á nuestra debilidad.
Esto efectuado, volví hacia la puerta principal, y la hallé cerrada por disposición del capitán francés, que no se aquietaba con toda la superioridad en que estaba situado, y aquí fue donde parecieron desencadenadas todas las furias, intentando romper la puerta por afuera con piedras y palos al son de furibundos gritos de sangre y muerte.




Al mismo tiempo y como por encanto descubrí á un alférez de navío en el patio, que no vi por donde entró. Era un entusiasta de rancia españolería, que me saludó escitándome á que armara al paisanaje, porque habiendo (fueron sus palabras) tocado los franceses á degüello, era preciso decidirse á morir matando. Todavía me parece sentir las espinas de mi corazón en este paso. Solo y aislado en aquel recinto de honor, contrastado mi juicio con unas órdenes contrarias á mis sentimientos, observado por una fuerza enemiga dentro de casa, oprimido por mi responsabilidad, que me la abultaba no solo mi juventud inesperta, sino lo complicado y nuevo del lance, y sin haber recibido más noticias que las de aquel marino tan exaltado. ¿Qué partido había yo de tomar? No me ocurrió otro que el de meterme cautelosamente en la sala de armas con un cabo y tres artilleros, para poner piedras á los fusiles, ocuparme en otros preparativos, y encargar al animoso alférez de navío que, saliendo por una puerta falsa, fuese de mi parte á decir á mi comandante, que no vivía lejos, el estado en que nos hallábamos. El admitió la comisión prometiéndose volver sin demora
con instrucciones favorables, con su tema de morir matando, y así hubo de sucederle en el tránsito, pues no volvió, y nunca pude averiguar su paradero, ni su nombre digno de lugar en la lista de los próceres del valor y del patriotismo.

Su tardanza me causó ansiedad mayor en el riesgo de que los franceses receláran mi clandestino manejo, sin embargo de que yo había prevenido á los otros artilleros que estuviesen siempre á la vista de los enemigos; y no pudiendo sujetar mas mi expectación, recomendé á mi gente que continuase la faena, y bajé al patio sin mas fin que el de desahogar mi inquietud creciente por más de una prolija hora, en que estuve haciendo de cabeza, no teniéndola yo proporcionable con aquel cuerpo engrosado de las más altas indicaciones militares y políticas, y en que siempre contando mi poca gente pulsaba la debilidad de fuerzas para entregarme á los ímpetus nacionales que bullían en mi pecho. No, yo no podré bosquejar siquiera el bálsamo consolador en que se bañó mi corazón, viendo á los pocos minutos entrar un capitán de artillería solo, pero era el gran DAOIZ, que me saludó preguntándome ¿qué tenemos por aquí? No había yo acabado de instruirle, y nos interrumpió la llegada sucesiva de dos capitanes VELARDE y Cónsul, y dos subtenientes Carpeña, y otro que era de compañía fija, cuyo nombre no recuerdo, pero si tengo muy presente que por el modo de abocarse estos oficiales de artillería, particularmente DAOIZ y VELARDE, me pareció no haber sido esta su primera entrevista del día. Entró también un capitán de granaderos del estado con tres subalternos, (de lo que debido es nombrar á don Jacinto Ruiz) y unos 40 soldados; sin que yo pueda fijarme ahora en los que llegaron antes ó después. Baste decir que entraron sucesivamente con cortas intermisiones por un postigo de la puerta principal, que por su mano entreabría un oficial francés para reconocer á las personas, y volvía á cerrar con las precauciones de los temores que se les aumentaban por momentos. Bien sabía yo que DAOIZ en aquel acto era el gefe del puesto porque me era conocida su clase y antigüedad, pero, aun si las ignorase, él me habría hecho sentir aquella superioridad que se pinta en la posesión del ánimo, en el fuego de los ojos, en el tono de una voz varonil, y en el porte de su persona, que aunque de pequeña estatura, se paseaba allí con tal gallardía, que representaba un jígante. Acerquéme á él para acabar de participarle todos los acaecimientos, sin responderme nada y con semblante pensativo se dirigió á la escalera de la sala de armas. Mientras sabíamos le noticié la operacion en que dejé al cabo y á los tres artilleros, á lo que me respondió sonriéndose: «Ello es un contrabando, pero al fin hay eso adelantado.» Sacó entonces de su bolsillo la misma orden escrita, que yo había recibido de nuestro comandante, y me preguntó: ¿Qué quiere V que hagamos? Me díó golpe esta perplejídad, á la que respondí que yo estaba a sus órdenes, pero después que oí á VELARDE y á los otros oficiales del Cuerpo esplícarse en el mismo incierto sentido, reflexionó que la pregunta de DAOIZ á mi había sido la espresion de la batalla de su espíritu acosado por la gran responsabilidad que pesaba sobre si, y como encogído por los pocos medios para empeñar una resolución estremada, que en lucha tan desigual aventurase á un pueblo noble á sufrir las horrorosas venganzas de un enemigo tan fuerte como implacable. No debían de ser menos las sensatas fluctuaciones en que él mismo se embargaba: y era tanto más admirable su reposada cordura, cuanto que el día anterior había procedido como jóven acalorado, precípítándose á un desafío; pero en que arriesgaba su persona sola. Así fue que no suspendió sus reflexiones la llegada de un gefe de los de la plaza, diciéndole que el gobierno había dispuesto armar al pueblo; pues volviéndose á nosotros nos dijo. «Este hombre es cuando menos un aturdido, bullicioso y nada valiente, á quien no se debo creer» lo que vimos comprobado en el suceso, porque se mantuvo siempre agazapado, y posteriormente recibimos, como notará en su lugar, otra embajada del gobierno, que desmentía la de este gefe.



Y DAOIZ, cuya voluntad no mas era obedecida en el parque de artillería. DAOIZ, que en aquella hora ya no rindiera su obediencia sino á FERNANDO VII tan solo; DAOIZ, que habría sido menos grande sino hubiera con su meditación sublimado su valor, se quedó todavía como irresoluto, paseándose por el patio en recogimiento absorto, en que parecía tantear los destinos de la España encerrados en el primer cañón que se disparara contra el coloso que tenía sojuzgada toda la Europa. Entretanto los oficiales, pendientes de sus labios, le contemplábamos y admirábamos; el pueblo desde afuera no cesaba de repetir víctores al rey y á la artillería, pidiendo armas con estruendo; y hé aquí, decirse puede, que se nos apareció en acción el héroe, pues si como de aquel nubarrón de vivas desprendida una chispa eléctrica abrasase el corazón de DAOIZ, desembainó el sable, mandó franquear la sala de armas, y abrir la puerta del cuartel, dirigiéndose él mismo á ella, de donde jamás se había separado la tropa francesa en la antedicha amenazante actitud. Entró el pueblo como un turbion y sin causar ni leve daño á los franceses, porque no se defendieron, les arrebató los sables y fusiles. Los que no alcanzaron parte del despojo, fueron á proveerse en la sala de armas, siendo de notar que el mayor número de ellos, no sabiendo usar las de fuego preferían las blancas, y á falta de sables tomaban las bayonetas de los fusiles, que los arrojaban al suelo como inútiles. En el mismo tropel en que entraron los paisanos, volvieron á salir sin que bastaran los mayores esfuerzos y aun ruegos de VELARDE para detenerlos, con la mira de ordenarlos y dirigirlos del mejor modo posible. ¡Perdido afan! Consiguió solamente la detención de unos ochenta más o menos, y eso cerrando la puerta. No obstante ese cortísimo número, era de ver á VELARDE como los organizaba y distribuía con tal actividad, que á manera de relámpago parecía presente en todos los puntos. El destacamento francés desarmado se colocó en un rincón del patio en que se creyó seguro, bajo la protección de la compañía del Estado, que se mantuvo inmóvil sin disparar un tiro en todo el día, muy á pesar de sus oficiales y soldados, pero debo decir en justicia, que si el capitán cumplió cabalmente la órden de no unirse á los paisanos, tampoco los contrarió de ningún modo.

Durante la entrada del paisanage, DAOIZ me había dado la orden de colocar cuatro piezas abocadas á la puerta; y ya listas avisaron unos paisanos que estaban en los balcones, que por la calle de Fuencarral venia un batallón hácia el cuartel. La primera voz de DAOIZ, fue la de guardar silencio, VELARDE acompañado de un subalterno subió á observar los movimientos de aquella tropa, avisó que eran tan hostiles que ya sobre la puerta se disponían los gastadores á forzarla, y DAOIZ mandó hacer fuego, que produjo tres tiros de cañón, y algunos de fusil que desde los balcones hizo disparar VELARDE. Ya se ve el profundo silencio trasformado en trueno repentino, la puerta cerrada, por cuyas horadaciones les llegaba la muerte, los balcones guarnecidos de fusiles que parecían más por una buena distribución, todo esto causó tal sorpresa al batallón, que no fue necesario más para ponerse en fuga desordenada...... Victoria por nosotros, gritaron los paisanos, que ya van de huida; y DAOIZ en el momento hizo abrir la puerta y colocar á fuera un cañón, mirando á la calle en frente a la puerta del cuartel, (3) y otros dos en direcciones opuestas, avistado el uno á la calle de S. Bernardo y el otro á la de Fuencarral. (4)

A poco rato se observó por la calle de S. Bernardo que se reunían los enemigos, y se trabó la pelea como por una hora con más o menos tesón, según que el grueso de los franceses se distraía, queriendo hacernos diversión con varios destacamentos por las otras calles; y por último se retiraron escarmentados. En estos tiroteos reconocimos el perdido uso que los paisanos hacían de las bocas de fuego por no saber manejarlas, pues entre otras cosas sucedió que un desgraciado, para dar más alcance á su pistola hubo de cargarla, según nos dijeron, hasta la boca, la apoyó en su mejilla derecha para hacer mejor puntería, y en su retroceso la misma pistola disparada le voló la tapa de los sesos. En esta ocasión fue también que el muy valeroso Ruiz, teniente de granaderos del Estado, se separó de su tropa inmóbil, se presentó gallardamente fuera de la puerta; y allí, después de haber dado muestras de un oficial hazañoso, resultó herido en el brazo izquierdo de una bala de fusil; cuyo fatal accidente hizo resplandecer su bizarría, porque no cesó de dar las voces de fuego artilleros, hasta que ya desmayado, porque el propio encendimiento de su sangre hacía mas copioso el derrame, lo cargaron unos paisanos y lo llevaron á dentro. Igualmente quedaron fuera de combate un cabo y cinco artilleros, todos heridos de bala de fusil ó de metralla, de cuya munición carecíamos enteramente, porque no estaba allí el guarda-almacén. Tal fué la pérdida que tuvimos en esta refriega, la primera en que resistimos á pecho descubierto. Los paisanos no tuvieron ni un herido, porque no tenían necesidad de esponerse, pudiendo disparar sus tiros perfectamente cubiertos de los del enemigo. Pero notamos alguna baja de ellos; y quiero atribuirla á la novelería con que fuesen por las calles á pregonar proezas, porque ninguno había dado ni leve señal de miedo.

No duró mucho la suspensión de hostilidades, porque á los pocos minutos marchaban ya los enemigos hácia nosotros; (5) y DAOIZ mandó romper el fuego contra un batallón, que con su comandante á la cabeza avanzaba á paso redoblado, y aunque los estragos que le causaba nuestra artillería eran proporcionados al órden de columna cerrada en que atacaba, seguía en su impetuosa marcha, sin hacer caso de sus pérdidas: abríansele boquerones en aquella masa compacta, y como por aluvión se rellenaba y consolidaba. Sin oírseles otra palabra, que su pertinaz en avant, ya el intrépido comandante alargaba, por decirlo así, la mano para cojer el fruto de su valentía, y se le escondió, convirtiéndosele en ruina, por una ocurrencia que pareciera dispuesta en su favor. ¡Prodigiosos suelen ser los resultados de la audácia y de la temeridad! Así voy á presentar el cuadro de unos setenta defensores que éramos entre militares y paisanos, en la calle, á pie firme, sin parapeto, sin foso, y atacados por un batallón tan osado como aguerrido; que llega, como era forzoso, casi á apoderarse de nuestro puesto, y que de repente se le cambia el triunfo en una total derrota, en que sufrió pérdidas increíbles de muertos, heridos y prisioneros.

Fue el caso que en aquellos críticos momentos se divisó por la calle del frente de la puerta, (6) un capitán de granaderos del Estado, que á toda carrera venia flameando un pañuelo blanco. Suspendiáse el fuego á la voz de DAOIZ, y corrió VELARDE á la calle del ataque, para proponer al comandante francés que se detuviera, y sino volvería á romper el fuego. Este mandó hacer alto á su batallón, y para dar una señal de seguridad y confianza mandó poner los fusiles culatas arriba; y él con tres o cuatro oficiales se adelantaron como para entrar en esplicaciones. Jadeando y casi sin poder hablar, llegó por fin el capitán y dijo á DAOIZ: que era enviado por nuestro gobierno para hacerle sentir la indignación con que habían sabido la locura con que estaba precipitando al pueblo, y esponíéndolo á las consecuencias más desastrosas.....i No sé si tendría más que decir el plenipotenciario, de un gobierno cautivado, ni cuál hubiera sido la respuesta de DAOIZ; porque nadie pudo hablar más, interrumpiendo y pasmando á todos uno de los valentísimos que nos acompañaban en trage de chispero, que dió tal empellon á uno de los oficiales franceses que se adelantaron mas para oír la embajada, que lo derribó de espaldas, y gritó al mismo tiempo, viva Fernando VII, añadiendo por interjeccion cierta palabra condenada á no ser escrita. Estaba en aquel instante mismo con la mecha en la mano un artillero, y sin que nadie se lo mandase, y quizá sin saber él mismo lo que hacía en el arrobamiento en que hubo de ponerle aquella invocación, dió fuego á la pieza, que aunque cargada con bala rasa tuvo donde cebarse en aquel enjambre de franceses tan á quema ropa, que sobrecogidos se abandonaron al espanto de tal estrago, de modo que los de retaguardia se dispersaron y huyeron precipitadamente, y los de la cabeza que no cayeron imploraron clemencia, rindiendo ó arrojando las armas. Estos, que fueron muchos, quedaron como prisioneros que se juntaron con los otros. También retuvimos en nuestro poder al comandante y algunos oficiales, á quienes por disposición de Daoiz, que estaba en todo, se trató con el posible decoro. Entre nosotros hubo algunos heridos.

Esta inesperada victoria, que pareciera arrebatada por la virtud sola del nombre de FERNANDO VII, bien pudiera persuadirnos que habíamos no solamente llegado á la cima de la gloria, sino que en ella descansáramos ya de nuestras fatigas incesantes. Y no fuera descabellada esta esperanza que se fundára en el destacamento desarmado, en los dos batallones derrotados, y en los franceses dispersos que ya se presentaban á tomar nuestro partido, entre los cuales un sargento de artillería que se entendió conmigo. Pero estas mismas prodigiosas circunstancias que se habían acumulado sobre aquella casa indefensible, que repito, no era tal parque, y los nombres de DAOIZ y de VELARDE, que ya hermanados como por presagio de su próximo vuelo á la inmortalidad, resonaban por todas partes, fueron la causa de que Murat mirase aquel punto como el de más entidad de la villa heróicamente levantada, .y dispuso atacarlo con una, columna de unos dos mil hombres á los órdenes de un general.

Los paisanos, que á todo riesgo correteaban para llevarnos noticias, anticiparon las de tan escesivo apresto: y en esta, coyuntura se deseaba saber, ¿cuántos y cuáles eran ya los sitiados? ¿Qué pensaban? ¿Qué se prometían? Eran DAOIZ y VELARDE, que entonces se dijeron algunas palabras de las cuales no percibí mas que a los ademanes del ardimiento, con que después no parecieron graduados más que de bravos Combatientes; que por lo mismo que palpaban la insuficiencia de sus recursos, se mostraban más poseídos del heroísmo con que se precipitaban, ya fuese para recabar de la fortuna los portentos con que ha solido coronar á la audacia; ya fuese para no ser testigos de la dependencia de su nación. Eran mis otros tres compañeros, que estaban en la espedicion del nuevo tremendo ataque, los mismos que estuvieron siempre firmes y elevados á la altura, no fácil de cumplidos subalternos de aquellos capitanes, era yo haciendo mi papel de ayudante. Eran diez entre sargentos, cabos y soldados de artillería que se portaban como por honor y patriotismo. Eran los poquísimos paisanos restantes harto acreditados de buenos españoles. Tales eran los elementos de que se componían unos cincuenta o sesenta pechos descubiertos y fatigados, que esperábamos el asalto de mil y quinientos veteranos, frescos y provistos de todas armas y municiones. Preciso es ser españoles para ser tan tenaces en no torcerse cuando marchan á la gloria.

Entraba ya la columna por la calle ancha de S. Bernardo, y tan luego como la avistó DAOIZ mandó romper el fuego, que se repitió con toda la actividad del coraje que se renueva en el mayor peligro. El enemigo sin disparar un tiro, marchaba con celeridad tan sostenida que no daba muestras de sentir el encuentro de nuestras balas; bien que graneadas escasamente por disminución de nuestros tiradores. Reproduciase así el ardor y el tesón de una y otra parte, y así la columna se lanzó hasta diez ó doce pasos de nosotros, sin dejarnos mas resuello que para pocas descargas, de las cuales la última destrozó el caballo del general. No habíamos quedado ilesos al pie de los cañones más que unos treinta entre oficiales, sargentos, cabos, y soldados de artillería y paisanos no podíamos hacer ya nada y nos arrollaron hácia dentro los enemigos, tan encima de nosotros que no bien estábamos en la puerta, vimos que la primera subdivísíon de la columna se había echado los fusiles á la cara. Tal vez nos hubieran barrido á todos, hasta á los prisioneros franceses, si no se hubiera aparecido el marqués de San Simón, que revestido de todas sus insignias militares, se metió por debajo de los fusiles y los hizo levantar con su voz y su bastón. Más no pudo evitar que saliesen algunos tiros, de los que uno hirió... ¡á VELARDE!...en el centro de su gran corazón... Cayó súbitamente; pero fue aún más súbita la feróz rapiña de la soldadesca triunfante, pues por pronto que acudimos, ¡ oh dolor! hallamos despojado y desnudo aquel cuerpo que había sido feliz y precioso depósito de valor heróico y de mucho saber, y que vino á parar...¡ en ser envuelto en el lienzo de una tienda de campaña para llevarlo á su casa.



Al mismo tiempo de este lamentable suceso, porque todo pasaba con la rápida, la instantánea movilidad del encarnizamiento el general francés reconvino ásperamente á DAOIZ, que fue lo mismo que escítar y provocar la cólera del León. Tal pareció el ceñudo español, que aun tenia empuñado su sable, sin duda con el propósito de que victorioso ó muerto no mas volviese á la vaina y respondió acometíendo al general, que nada caballero y magnánímo no se contentó con parar el golpe y permitió que cinco ó seis de sus oficiales y soldados acribillaran á estocadas y bayonetazos á su novilísimo adversario. De este modo villano fue que lograron los franceses teñir sus aceros con la- sangre del más valiente de los valientes que pelearon en aquel día por la más justa de las causas. Por fortuna su cuerpo no fue profanado; todavía respiraba cuando llegamos á socorrerle; lo cargamos y condugimos á un cuarto inmediato á la puerta, y teniéndole yo recostado sobre mi pecho corrió su sangre espirituosa por mi vestido. Su aspecto allí era el de un héroe moribundo, á quien no solamente rodeaban nuestros suspiros, nuestra admiración, nuestro respeto, sino que algunos de los franceses con recogimiento sentimental se acercaron á contemplarle y á ofrecer sus servicios; con tal solicitud que uno de los cirujanos, posponiendo sus propios heridos se ocupó en curar á DAOIZ y hasta mandó á la botica por una bebida que le hice tomar á cucharadas. Todo fué infructuoso. El alma del hombre del DOS DE MAYO se desenredaba ya de su envoltura terrenal, la amarillez sombría de la efusión de sangre había reemplazado al color de su brio, nunca amortigüado en los peligros, movía poquísimo y sin muestra de congoja aquellos miembros muy ájiles en el combate: de cuando en cuando abria enteros los ojos... ¡únicos enjutos en aquella luctuosa escena!... En tal estremidad lo llevaron á su casa, donde exhaló el último aliento de su perseverancia en la lealtad española.

No con todo esto cesaron nuestros sufrimientos, porque en el punto mismo de hallamos los oficiales de artillería con los pechos llagados de las heridas de nuestro inimitable caudillo, comenzaron los franceses á insultarnos con amenazas, á las que el capitán Cónsul, como el más caracterizado, les respondió señalándoles en el suelo la sangre de DAOIZ. «Esa era del gefe que nos ha guiado.» Esta salida que debiera desarmar á todo hombre de razón, no pareció producir buen efecto con unos vencedóres que enconados por los sacrificios inmensos que les había costado la victoria, habían principiado el más ruin abuso que se hace de ella, el de acibarar más la suerte de los vencidos. Pero tuvimos la fortuna que aquel gefe de batallón quedó en nuestro poder, aquel francés singular, tan generoso como valiente, no solo calmó la ira de sus compañeros sino que nos consoló diciéndoles que él había sentido la desgracia de Daoiz como la de un hermano, porque en cuantas acciones se había hallado no vio mayor denuedo.

En esta sazón los lamentos de los artilleros heridos me llamaban. Fui á socorrerlos, y un cabo fué el primero que ví. Hallábase tendido en el suelo en medio de un lodoso reguero de su sangre, que aun manaba de la herida cruel que le atravesó una ingle y cubierto de la palidez precursora de su muerte muy cercana y con voz entera me dijo «acuda vd. mi teniente á quien pueda téner remedio; pues no soy el que me he quejado ni llamado yo no llamo más que á la muerte que espero confirme porque muero por mi rey y porque muero en mi oficio» Muy poco sobrevivió á estas palabras, que oyó mi corazón en una de aquellas conmociones que se reproducen con todo efecto cada vez que se hace memoria de ellas como  ahora me sucede estar oyendo á ese impertérrito cabo de artillería, doliéndome de no poder consagrar su nombre, no menos interesante que el de cualquiera de los trescientos espartanos; pues no es dudable que si la puerta de aquella casa la defendieran trescientos españoles como este cabo, los franceses no hubieran pasado en el día, aquellas termópilas que les representó la constancia de los españoles.

Varios generales, el comandante de artillería, y algunos gefes y oficiales de la plaza llegaron al cuartel; y sucesivamente fueron desapareciendo. La compañía de granaderos del Estado se retiró lisa y llanamente. Mi comandante se fué también con todos sus oficiales, sin dar otra disposición sino la de que me quedara allí para la conducción de heridos y cuanto más pudiera ofrecerse. No me quejaré de la imprevisión de mi comandante en dejarme entregado á la muy encendida venganza de unos enemigos que me habían visto con mi espada desnuda contra ellos; porque tal vez se propondría hacerme honor con esta comisión; ó en el estupor que hubo de causarle la catástrofe que vió consumada sin pasar por las graduaciones que nos familiarizan con los desastres, no previó cuanto más prudente hubiera sido comisionar á uno delos oficiales que le acompañaban, sin haberse hallado en la acción. Y nada, empero, representé; porque permítaseme el desahogo, yo no era capaz, ni de eludir la subordinación militar más arriesgada, sino cuando me llamara la voz más exigente de ciega obediencia, la imperiosa voz de la independencia y del honor, harto comprometidos en el cautiverio del rey, en la salida de las personas reales, y en la traidora ocupación de nuestras plazas fronterizas y de nuestra capital.

Últimamente se retiró el grueso de la tropa francesa, dejando allí unos quinientos hombres. Y volví á quedar solo como al principio, con la grave diferencia de que este segundo aislamiento en día tan desproporcionado á mis alcances juveniles, fue un verdadero desamparo sobre un terreno ya cubierto de destrozos y de sangre, sin oír las vivificantes voces de DAOIZ y de VELARDE, y sin más libertad que la de un vencido. Un accidente solo hubo para no colmar mi desventura, y fue que encargaron el mando de los quinientos hombres, á_aquel mismo noble comandante de batallón que hicimos prisionero, quien no obstante su descalabro, conservó tal reputación, que el general le confió aquel puesto de tanta mayor entidad, cuanto que en él estaba el depósito de armas y todos nuestros pertrechos. Su primera disposición fue la de requerir á un corto número de paisanos que se habían refugiado en una de las habitaciones interiores, para que entregaran los cuchillos ú otras armas que tuvieran ocultas; pero ya aquellos desdichados se habían desprendido hasta de la esperanza de conservar una vida de mucho precio, como escapada entre los peligros á que se arrojaron por su rey. Después me pidió municiones para dos piezas, de las que sirvieron en su daño, y le respondí que yo no tenía conocimiento de los repuestos, ni de cosa alguna que no estuviesen á la vista, porque eran muy pocos los días que había residido en Madrid con licencia. Por fin pude mandar los heridos al hospital, y volvieron los conductores dándome la triste noticia de que en el tránsito había espirado un artillero, y los otros, que eran seis, quedaban desmayados, los mas de ellos sin esperanzas de vida.

A todas estas, eran ya pasadas las seis de la tarde; y faltándome el alimento de la acción, pude sentir que estaba en ayunas después de lucha física y moral de más de nueve horas y como la órden de mi comandante estaba cumplida en lo esencial, y no era de permanencia, hube ya de pensar en mi para salir de un sitio, que se me había hecho muy ominoso de un sacrificio estéril en el patíbulo. Dirigíme entonces al comandante francés, que me trataba como subordinado suyo, y le dije que me permitiera dar una vuelta á mi casa, á lo que me contestó con absoluta negativa; pero tuve la felicidad de no alterarme; y le repliqué dulcemente, representando á su sensibilidad la cruel incertidumbre en que estaría mi hermano mayor, que era el sustituto de nuestro padre ausente; y accedió pero con la condición, de que volviera á su lado sin demora. Así lo prometí de palabra, que en mi intención estaba resuelto á no cumplirla; aunque asomaba á mi corazón cierto escrúpulo, aun de la necesidad de engañar á un hombre, que por ser enemigo, no era menos apreciable por sus escelentes cualidades, y muy digno de mi reconocimiento por el candor con que me abrió la puerta de la salvación.

Así acabó en el parque el día de revista doctrinal para toda la Europa, que según predijo un habanero (7), en aquellos momentos debía estimular el instinto del honor de las potencias amortiguadas por el terror pánico, ó por la admiración estúpida que Bonaparte les inspirara: así acabo el día en que la historia justiciera descubrirá el primer eslabón de la cadena que remachó en una roca el genio de las batallas, así acabó el día en que las naciones penetradas de asombro, del asombro, pasando á los aplausos, de los aplausos á la envidia y de la envidia á la imitación, tomaron por modelo el porfiadísimo combate que un puñado de artilleros y paisanos , sin municiones competentes, sin foso, y sin estar cubiertos, ni con frágiles bardas, sostuvo á pie firme y pecho descubierto, arrostrándose con todo un formidable ejército, que destacaba y congrosaba columnas de refresco, á medida que eran derrotadas las antecesoras con asombrosas pérdidas en muertos, heridos, prisioneros y estraviados. Maravilla que no se podrá militarmente esplicar, ni de otra manera concebir, sino por la mágica influencia de dos capitanes de artillería encumbrados á toda la elevación de españoles indomables, y que además tuvieron la virtud, no solo de hacer su energía defensiva á los que estuvieron á sus órdenes sino la de infundir tal pavor á los franceses, que los prisioneros siendo tres veces más que sus vencedores, ni pensaron fugarse, porque estaban más atónitos que vencidos.

Acabó así el día DOS DE MAYO, lo repito, no hubo capitulación, no hubo formas de rendición, no hubo más que haber caído una masa enormísima de asaltantes sobre los poquísimos que no fuimos inutilizados en las varias contiendas. En suma, fue á la postre una deshechura nuestra, como se deshace y demorona el muro, que después de haber represado muchas avenidas, ni pudo contener un diluvio; pero cuyos escombros desparramados por la península, sirvieron de advertencia, y de materia para matizar los malecones con que en Bailen, Menjibar, Gerona, Zaragoza y en todo el ámbito de la España refrenaron la irrupción de las huestes acostumbradas á triunfar de los imperios más poderosos y de las más indomitas naciones.

Estos han sido los hechos que presencíé, cuya relación he concluido, sin que mi conciencia pueda inquietarse por leve alteración de la verdad, ni que se me tache de proligidad que debe ser muy grata al interés nacional. Solo tengo la pena de conocer la insuficiencia de mi pluma, porque no puede convertir la escasa animación marcial de que fue susceptible á las inspiraciones de DAOIZ y de VELARDE, en la animación oratoria, que me hiciera capaz de presentar tan grandes como fueron esos dos capitanes de la artillería española. Pero me consuelo observando ahora, que su elogio está ya cifrado en sus nombres; nombres, que tan acendrados como si hubieran corrido una larga posteridad, basta pronunciarlos, para que en ellos parezcan producidas con bella simonía todas las palabras que espresen, y las ideas, y las acciones y los efectos del heroísmo.

NOTAS

(1) Por la narración hasta mi salida del cuartel, queda probado, que el día dos no pude escribir el parte á mi gefe. Y tampoco fue posible el día tres; porque serían las ocho de la mañana cuando llegó á mi casa un amigo mío, con la horrible noticia de que en casi toda aquella pavorosa noche, habían los franceses fusilado en el Prado á todos los españoles cogidos con armas o sin ellas durante la acción y después que cesó añadiendo, que los oficiales de artillería del parque, debían ser juzgados, esto es fusilados, por una comisión militar francesa; lo que no dudaba él, porque en su travesía encontró una partida de dragones franceses, que llevaba atados, tres soldados artilleros. Mi hermano absorto con la idea de que si yo no hubiera salido del cuartel, habría sido víctima en el Prado, resolvió sin demora, que saliésemos disfrazados de paisanos á cerciorarnos del hecho. Fuimos á preguntarle al ministro de la guerra D. Gonzalo O-Farrill nuestro paisano, cuya respuesta fue decirnos con profunda tristeza «Esos hombres son capaces de todo.» Seguimos á la casa de mi comandante, para darle noticia de los tres artilleros, y profundizar mas mi negocio y con aquella su honradez característica me dijo que lo ignoraba todo; pero que si él hubiera sido ayer el ayudante del parque, ya estaria fuera de Madrid. Con estos datos, mi hermano me dejó depositado en una casa de su confianza. A las tres horas volvió, Ilevándome para disfraz el completo uniforme de alférez de guardias españolas; y así vestido yo, fuimos á su cuartel, donde estaban reunidos muchos oficiales, entre quienes se hallaba de prevención el actual Brigadier D. Gonzalo de Arostegui, que fue el trazador del plan de mi escapada. Salí á pie con un verdadero primer teniente, que lo era de un batallón acantonado en Vicálbaro. ¡Cuántas circunstancias interesantísimas voy omitiendo para ceñirme al objeto de esta nota! Pero me es imposible no pregonar, que el batallón pasó la noche como sobre la brecha, con la resolución de morir todos en ella, si me persiguiesen los franceses. Yo sería el más insensible de los hombres, si ahora y en todos los días de mi vida no recordára con reconocimiento afectuoso la protección que debí al cuerpo, que siempre bizarro ¡sustentado! del distintivo de Guardias Españolas, ha dado tantas glorias á la nación. Al siguiente día, mi hermano temeroso de los pasos resvaladizos de mi inesperiencía, llegó temprano á Vicálbaro, y despues de pasar el mal trago de ser tratado, aunque momentáneamente, como espía, porque preguntó por D. Rafael de Arango; me llevó á Guadalajara, desde donde habílitándome competentemente, me despachó á efectuar el concierto de nuestra patriótica venganza, que era buscar por la línea más corta, algún puesto bloqueado por los ingleses, á quienes contáse mi historia, y ofreciese mi espada contra el ya declarado común enemigo. Pero en mi primera jornada, me alcanzó aquel mismo Arostegui, que iba en posta á Aragón, y de acuerdo con mi hermano me hizo retroceder á Guadalajara, con la seguridad de que por intercesión de O-Farrill, se había suspendido el decreto contra los cuatro oficiales de artillería. Mi hermano escribió á este ministro de la Guerra, que tuvo la animosa generosidad de mandar un pasaporte, para que por Cádiz viniese á la Habana mi destino, como dije en la introducción de este papel. Partí por fin y después de mil trabajos y rodeos para evitar el ejército de Dupont, que marchaba para Andalucía, Ilegué donde me recibió el frenesí de muchos sevillanos, que sospechaban traidores á cuantos no habían recibido el bautismo político de manos del padre Gil; y me hallé tan mal parado con una columna de matones, que me llevaban y traían al retortero, que hube de consolarme cuando me encerraron en una prisión. Omito mis riesgos y aflicciones posteriores, para decir, cortando ya esta larga nota, que pasados algunos días me pusieron en libertad, y el primer uso que hice de ella, fue sin pensar en la Habana, presentarme al Excmo. Sr. D. Francisco Javier Castaños, que me admitió en su ejército de Utrera, donde trazaba la victoria de Bailen, y desde entonces seguí continuamente en campaña como oficial de artillería hasta la terminación de la guerra.
     (2) Nótese que siempre es á ojo más ó menos exacto el número que daré de hombres, pues no eran de contarse en aquellos apuros, y lo mísmo será de las horas.
      (3) De San Pedro, hoy del Dos de mayo.
      (4) En la calle entonces de San José hoy de Daoiz y Velarde.
      (5) Por la calle de Daoiz y Velarde.
      (6) Del Dos de mayo.
     (7) Manifiesto imparcial de los acontecimientos del DOS DE MAYO, escrito por D. José de Arango.