Artilleros, Artilleros, marchemos siempre unidos siempre unidos de la Patria, de la Patria, de la Patria su nombre engrandecer, engrandecer. Y al oír, y al oír, y al oír del cañón el estampido, el estampido nos haga su sonido enardecer. España que nos mira siempre amante recuerda nuestra Historia Militar, Militar, que su nombre siempre suena más radiante a quien supo ponerla en un altar. Su recuerdo que conmueve con terneza, dice Patria, dice Gloria, dice Amor, y evocando su mágica grandeza, morir sabremos, por salvar su honor. Tremolemos muy alto el Estandarte, sus colores en la cumbre brillarán, y al pensar que con él está la muerte, nuestras almas con más ansia latirán. Como la madre que al niño le canta la canción de cuna que le dormirá, al arrullo de una oración santa en la tumba nuestra, flores crecerán. Marcharemos unidos, marcharemos dichosos seguros, contentos de nuestro valor, y cuando luchando a morir lleguemos, antes que rendidos, muertos con honor. Y alegres cantando el Himno glorioso de aquellos que ostentan noble cicatriz, terminemos siempre nuestro canto honroso con un viva Velarde y un viva Daoiz. Artilleros, Artilleros, marchemos siempre unidos siempre unidos de la Patria, de la Patria, de la Patria su nombre engrandecer, engrandecer. Y al oír, y al oír, y al oír del cañón el estampido, el estampido nos haga su sonido enardecer. Orgullosos al pensar en las hazañas realizadas con honor por nuestra grey, gritemos con el alma un viva España y sienta el corazón un ¡viva el Rey!

lunes, 12 de mayo de 2008

Memorias

Articulo publicado en el diario El Mundo el 10/09/05

(por cortesia de Alonso Contreras)

Entramos en Madrid a pie , empujando los cañones.

ESTEBAN DE ARRIAGA BROTONS

Teniente de Artillería del Regimiento de Segovia


«Yo tenía 17 años cuando estalló la guerra. Estaba preparándome para ingresar en la Academia de Artillería y acudí voluntario. Como no tenía aún edad para hacer los cursos de alféreces provisionales, me hice alférez de complemento. Luego terminé mandando la batería que estaba en la Ciudad Universitaria. Allí, en el cerco de Madrid estuve alrededor de un año. Teníamos las piezas [cañones, baterías antiaéreas...] desplegadas a lo largo de una zona amplia, formando un cerco. Como los ataques contra nuestra posición solían ser por la noche, que es una ocasión buena para atacar, nosotros pasábamos las noches despiertos. Si no sucedía nada y estaba todo tranquilo, evitábamos quedarnos dormidos a base de jugar a las cartas. Y nos acostábamos por la mañana.Había minas, claro que las había. De hecho, en el último momento un oficial de Infantería levantó una mina [la mina explotó bajo sus pies] y murió. Pero lo que era tremendo eran las minas que ellos nos metían por debajo. Porque nosotros estábamos ya ocupando edificios y facultades y ellos perforaban bajo el suelo y metían minas. Y por eso el mando, decidió que los oficiales ingenieros hicieran lo que se llama «la contramina», que es devolver el ataque dirigiéndolo hacia el otro lado.Pero llega un momento en que ya cesan los combates. Estuvimos unos dos días esperando. Hasta que, por fin, nos dan la orden de entrar en Madrid. Pero yo no tenía manera de entrar, no tenía vehículos ni camiones para transportar las piezas. Se lo dije al coronel de artillería, que no podíamos entrar en la ciudad dejando la batería atrás. Pero el coronel me remitió al jefe de Artillería de la Región, que era don Mariano Fernández de Córdoba, -al que nosotros en broma le llamábamos el chulo porque era un poco así- y el jefe de Artillería me decía que hablara con el coronel.El caso es que ninguno me daba la solución y me estuvieron pelotean­do. Y de pronto el alférez Carvajal me dice:- Oiga, Arriaga ¿por qué no en­tramos empujando las piezas y car­gando la impedimenta?- Las piezas ya sabe usted que son los cañones, y la impedimenta son los colchones, el petate, las mantas, todo eso.- Pues sí.Y así lo hicimos. ¡Es que teníamos que entrar! Y entramos así, a pie, em­pujando las piezas a mano y con la impedimenta al hombro.Y al entrar, ¡no sabe usted lo que fue aquello! La gente te rodeaba, aplaudían, lloraban. Algunos padres les decían a sus hijas «¡abraza a los hombres de estrellas!» y cosas así. Con esa expresión, «los hombres de estrella» querían decir los oficiales de las tropas nacionales porque los oficiales rojos no llevaban estrellas sino unas barras. Fue impresionante aquello, realmente emocionante.Nosotros entramos por la Ciudad Universitaria, Moncloa, calle de la Princesa. Y así llegamos hasta el cuartel de la Montaña, donde habían matado a tanta gente, y donde no había nadie. Nosotros ocupamos el cuartel. Una vez hecho eso, el alférez Carvajal y yo nos fuimos a buscar a algunos familiares. Yo fui a ver a mi tío Alfonso, que se había quedado en Madrid y no sabía si había muerto. Pero no, estaba vivo. Había pasado la guerra escondido. Yo le llevaba una lata de leche condensada.El caso es que íbamos por la Gran Vía los dos, con nuestros batidores. ¿Sabe usted lo que son los batidores? Son los artilleros [soldados] que van junto a un superior protegiéndole. lbamos con nuestros batidores, con sus armas colgando del hombro, y no se puede usted hacer idea de lo que era aquello. Era tremendo. La gente salía a los balcones aplaudiendo, gentes de todas las clases sociales, gente modesta también, estaban encantados. Unos venían y te pedían un pitillo porque no tenían tabaco. Otros llegaban y te decían de pronto: «Oiga, mire usted lo que me he encontrado» y lo que decía que se había «encontrado» era una pistola.Todo esto que acababa de vivir se lo conté yo a mis padres en una carta que les escribí muy pocos días después. [Saca de un sobre unas cuartillas rayadas y amarillentas, que tienen la friolera de 66 años, y me lee]: «Fue algo fantástico. La gente nos cogía y no nos soltaba, abrazándonos. Mucho guayabo. -Yo tenía 20 años entonces- (se ríe). Como sabéis fueron las fuerzas de la Ciudad Universitaria, y por tanto las nuestras, las primeras en entrar. Yo desfilé llevando mi batería a brazo con mis artilleros. Fue algo emocionante. La gente no cesaba de gritar “viva España, viva el ejército de Franco” y un sinfín de cosas más. La misma tarde, cuando dejé la batería en el lugar señalado, la gente no cesaba de exclamar: “¡Ya era hora, decían que no pasaran!” Un señor se dirigió a mí y me dijo “Señor oficial, tengo unos deseos horribles de dar un abrazo a un hombre de estrellas”. Y me abrazó con lágrimas en los ojos de la emoción tan fuerte. Y así sucesivamente, durante el camino a casa de tío Alfonso». Y es que era verdad, por el camino nos iban vitoreando a cada paso.Recuerdo que estaba el periodista Tebib Arrumi, abuelo de Alberto Ruiz-Gallardón [actual alcalde de Madrid], que me dijo: «¿Puedo entrar con ustedes?» Yo le dije que encantado y él entró con nosotros.

1 comentario:

F La C dijo...

Seguramente conoció al capitán Coloma García que mandaba la batería del cerro Garabitas, en la Casa de Campo de Madrid. Su asentamiento debía estar muy cerca de la suya.